El Símbolo

 En una agradable tarde de otoño, una de esas con mucha briza y donde el sol alumbra con apacible calor, me dispuse a caminar en la vereda de mi parque favorito. Allí la vegetación te abraza, y el sentido de aproximación al cielo es en realidad, un regalo de Dios. Meditaba en los años que he vivido, y todos los logros que he alcanzado. Recuerdo haber agradecido a mi Creador por los mismos, de la misma manera en que le abrazaba en medio de una simple, pero precisa oración.

Mis conversaciones con Dios son muy directas. No utilizo formalidad ni estilos. Trato de presentarme a Él con suma reverencia y respeto, pero de la misma manera, le hablo tal y como soy. Me agrada mucho sentirme en compañia, y estas conversaciones que sostengo con Él mientras camino en el parque, son verdaderamente, revitalizantes. Esa tarde y como suele pasarme en cuantiosas ocasiones, extrañaba a mis hijos. Le decía lo mucho que deseaba verlos, y que esperaba que los cuidara siempre, como lo había hecho hasta ese entonces. Le abría mi pecho con mucho sentimiento y desesperación emocional ante el vacío que representaba la ausencia de ellos en mi vida y que el estar separado de ellos, se sentía como un eterno luto…como llevar la indeseada aflicción de una muerte repentina…sin avisar. Extrañarlos era sin duda, la agonía que definía los últimos días de mi vida.

Entonces, y mientras mantenía el fiable movimiento hacia delante, en la distancia divisé un pequeño resplandor. Algo yacía en el terreno y brillaba con intensidad. Recuerdo haber pensado que indudablemente, sería algún tipo de prenda o algo por el estilo. Al llegar al exacto lugar donde estaba este artefacto, y justo cuando ya estaba a punto de recuperarlo, un fuerte golpe de luz me privó temporeramente de la vista con su intensidad, y una voz que estremeció mi corazón dijo en voz delicada pero firme, “octubre”.  Estaba temblando. Mis rodillas fracasaban en mantenerme de pie. Mientras la voz resonaba como un eco cósmico dentro de mi ser, me doy cuenta de que lo que estaba en el suelo era un anillo de oro. No era una sortija, no era prenda alguna…solo un anillo. Me pareció extraño y más aún, cuando vino acompañado de una afirmación celestial con el mes de octubre.

Al reponerme de este evento, entiendo que aún me falta mucho camino por cubrir. Esto era solo el comienzo de la ruta que usualmente caminaba. Y ahora en mi mano tenía un anillo, y el mes de octubre en mi mente. Al seguir varios minutos de ruta, ya casi en el estrecho que conlleva el final de esta, otro resplandor logra éxito en cautivar mi atención. Esta vez no me tomaría por sorpresa, esta vez corrí hacia donde el brillo emanaba, e inclinándome lentamente para verificar lo que era, me percato de que eran tres barras idénticas. Parecían como tres pedazos de un alambre gordo o algo por el estilo, pero estaban cubiertas de oro. Recuerdo haber pensado que probablemente, junto con el anillo, formaban parte de alguna joya rota, y que alguien decidió tirar como basura. Su tamaño no era asombroso, pero me llamaron mucho la atención. Al tomar la tercera barrita de oro, una segunda explosión de luz me desconcierta con su poder, y mientras el efecto de la misma toma el control de mi cuerpo, la misma voz que había escuchado con el anillo dice, “marzo”.

Mis lágrimas eran testigos del efecto que esta caminata estaba produciendo en mí. Estaba contento, pero confundido de la misma manera. Me sentía feliz, pero acompañado ahora de un rompecabezas que debía armar. Tres barritas de oro, un anillo, y los meses de octubre y de marzo tatuados en mis pensamientos. La voz regresa desde los confines de lo desconocido, y con una briza apacible y revitalizadora me dice, “bendiciones, delicias y promesa.” Respire profundo tratando de buscar aire y mantenerme con vida. Estos acontecimientos estaban calando profundo en mi ser, y sentía perder el control. Y entonces en medio de mi conversación con Él, y pensando en lo que había descubierto y escuchado, el panorama se hacía mucho más claro. Si es de esta manera que Leonardo Da Vinci se sentía cada vez que se inventaba algo, era verdaderamente, algo sorprendente para mí. Siempre he tenido—y lo que le agradezco mucho a mi Creador—mucha creatividad. El proceso analítico y creativo de mi mente es constante. Lo que visualizo, escribo y me invento nunca se detiene. A veces, llega al punto ser extenuante. Esa tarde en el parque debajo de mi árbol favorito, y al que le puse por nombre Tomás, descifre el mejor mensaje que jamás haya recibido. Esa tarde este don que Dios me regaló rindió un buen fruto.

Al poner una de las barritas de oro al lado izquierdo del anillo, se forma la letra “b”. Esta es la que comienza la palabra “bendiciones” que escuche con la voz. Es también la letra que comienza el nombre de mi primer hijo, Brandon. Al colocar la segunda barrita al lado derecho del anillo, se forma la letra “d”. Esta comienza la palabra “delicias” que me compartió la voz. Ésta también comienza a deletrear el nombre de mi segundo hijo Damien, quien nació en el mes de marzo, y quien la voz también mencionó. Solo me faltaba la última barrita de oro, y la palabra “Promesa.” Y es aquí, donde logré completar el mensaje.

El relato bíblico es que el oro se funde para llegar a su pureza. Es un acto de descomposición que destruye toda contaminación, para llegar a la excelencia. Simbólicamente, el ser humano debe pasar por semejante proceso. Al negarse a uno mismo y pasar por las aflicciones escuchando la voz de Dios, se cumple su promesa, “lo que comenzó, lo terminará.” Pasamos de la impureza a la perfección con Él. Este era el significado del oro, esta era la tercera barrita de oro, la que puse justo debajo de anillo. Esta representaba, la firmeza, la estabilidad y la segura promesa celestial. Este era el símbolo. Este era el mensaje. Él escuchaba, Él siempre estuvo en control, Él lo había prometido ya.

Justo cuando descubro este fantástico evento, siento un frío repentino que me estremece de pies a cabeza. El sonido de lo que parece ser equipo médico me hace despertar, llevándome fuera de la visión. Al abrir mis ojos, me percato que tengo una línea intravenosa en mi brazo derecho. No cabe duda alguna que despierto en un hospital. Escucho el sonido de otros equipos a mi alrededor, pero al fijar mi mirada al pie de la cama, veo a dos caballeros de pie sonriendo al verme despierto. No se me dificultó ver sus caritas infantiles, los dos niños que levanté en mis manos al nacer. El olor de sus eructos infantiles después de golpear sus espalditas al terminar sus botellas, llegaron a mi olfato de manera seguida. Me sonreí con lágrimas de felicidad. Allí estaban conmigo, como siempre lo había soñado. Ellos, quienes me trajeron tanta felicidad en vida. Allí en medio del último capítulo de mi vida, estaban la “b” de Brandon y la “d” de Damien. Allí estaban vindicando el anillo, la promesa de Dios, y haciéndome tomar el último suspiro de vida con el símbolo del parque en la más absoluta y sincera paz.

Tal y como Él lo prometió.

¡Gracias Dios!


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