Cuando el Corazón Se Rinde


En una remota isla en las costas del país de Australia, existió un misterio que hasta hace poco se pudo esclarecer. La Ciencia trataba de entender el por qué, de una manera misteriosa, los tiburones se dirigían hacia las aguas adyacentes a este islote, en un momento específico del año. Los rastreadores electrónicos que biólogos marinos pudieron adherir a cientos de estos majestuosos animales leían la misma trayectoria. En un tiempo específico del año, todos se encontraban allí, como si en un encuentro socio-casual.

La razón por la cual se daba este fenómeno era una triste. Lo que atraía a los tiburones a esa región era un olor. Un fuerte olor que les anunciaba la oportunidad única y exclusiva de alimentarse sin discriminación, y sin temor a la escasez. Pero este olor no era uno tradicional. No son de los que emanan de los poros o jugos de pigmentación que identifiquen a la especie de animal a punto de convertirse en comida. Este olor que describo era el olor de la muerte.

Durante esa época del año miles de tortugas marinas nadan hasta esta isla para dejar sus huevos. Estas viajan miles de millas oceánicas, a través de un considerable tiempo, solo para dejar el futuro de su especie en la forma de huevitos enterrados en la tierra. Y al parecer el proceso es simple. Ellas nadan hasta allí, luego se arrastran por la tierra poco a poco, hasta llegar al punto de depositar sus huevos. Una vez este se ha completado esa parte, el proceso es revertido. Comienzan a desplazarse lentamente en la tierra, pero en esta ocasión, es para llegar al agua nuevamente.

Y he aquí donde se desarrolla el olor de la muerte. Cientos de ellas, al experimentar un poco de debilidad cuando terminan el proceso de poner sus huevos, sucumben a la extenuante temperatura que el sol allí produce. Cientos de ellas se arrastran hasta morir. Muchas de ellas no llegan a completar el ciclo, y tristemente, terminan muertas en la tierra. Esta mezcla de un cuerpo animal sin vida, la humedad del área y las altas temperaturas provistas por el sol, se combinan para producir el toque inequívoco de su fin. Es este el olor que alerta a los tiburones del potencial festín de alimentación de los que serán parte. Este olor les da la señal de que cosas buenas sucederán, y la razón por la cual todos convergen en ese espacio de agua. Te preguntaras hacia donde me dirijo, y te prometo que la analogía, será completada.

Y es que, en ocasiones y en ciertos eventos particulares de los que he vivido, me he sentido como una de esas tortugas. He sentido el llamado de volumen considerable, ha completar planes que implican el simbólico nado en aguas turbulentas y de incertidumbre del alma. He visto la necesidad de ponerme a riesgo, en medio de cualquier peligro, para estar seguro de que estoy en la capacidad de vivir y hacer a otros vivir. Y cuando hablo con esta terminología, me refiero a que he sentido dar el todo como esas tortugas marinas lo hacen con sus huevitos, para asegurarme de que no solamente sea yo feliz, pero también proporcionar el escenario de vida a otros.


Cuando se trata de mi estado emocional, me he visto en la necesidad de arrastrarme hacia la orilla. He visto la necesidad de pelear contra las altas temperaturas del alma, y contra el clarividente sangrado que los granos de tierra producen en mi piel.  He sido testigo en muchas ocasiones, de cómo veo otras de ellas llegar al hasta el agua, solo para desaparecer en las profundidades de las opciones. Otras las veo siendo devoradas por los conflictos disfrazados de tiburones, y quienes cuyos dientes afilados y diseñados para el desgarre del tejido emocional, hace exactamente eso. Destruyen las células del deseo, las fibras del pensar, los tendones de las oportunidades, y los músculos de los sueños. El bello azul del océano repentinamente se mezcla con el rojo del fin.

Y como estas tortugas no preveían que las altas temperaturas terminasen con sus vidas, continuaban el proceso sin pensar en los peligros o consecuencias. Esto para ellas era un ciclo normal de vida. Era algo necesario de hacer. Lo mismo hice yo. Nunca me detuve y jamás sentí miedo a las consecuencias del arriesgarme a estimar, a querer o hasta de amar a alguien. Siempre estuve consciente de lo largo que sería ese viaje, y a todos los peligros que me podría encontrar. Siempre supe que esa isla donde todo eso se haría realidad estaba lejos, pero creí también en el indeleble respaldo de las corrientes marinas en forma de los latidos de mi corazón.

Siempre nade sin miedo, siempre me arriesgue sin pensar. Año tras año, de país en país, de una casa a otra, siempre sufrí las condiciones de esta encomienda, pero nunca me rendí. Al igual que estas majestuosas tortugas, me arrastre hacia mi destino hasta no poder más. Comí tierra, bebi de mi propio sudor y lágrimas, pero nunca me detuve. Me arrastre sin ningún pensamiento negativo, pero si con la necesidad de llegar a esas aguas del olvido que me ayudaran a continuar vivo. Estas tortugas perecieron con ese mismo principio. Su mente y su cuerpo conocían el destino, pero después de tanto sufrimiento, después de tanta batalla contra la tierra, el sol y la distancia del horizonte sus ojos, su corazón no pudo más.

Las entiendo. Y a pesar de que no he experimentado esa pesadilla de forma física, estas también se dan en el hemisferio de la mente, y en los confines del alma. Hay dolores que son invisibles. Hay heridas que no producen pestilencia. Pero existen. Estos perduran de tal manera, que no pierden su tiempo en retar a nuestra voluntad, sino que van directo a la raíz de ese sentimiento de lucha, y lo destruye. De una forma metódica, como prescrito bajo un elemento sorpresa, este ataque corrompe y comienza a matar poco a poco. Lentamente. Sin pena.

En el día de hoy, luego de una visita al médico, meditaba en todo esto. Y es que llega el momento en que la edad se mezcla con la realidad del lento deterioro que nos provee el tiempo, y descubrimos que ya nuestro cuerpo no es niño, sino un adulto bajando el tope de la montaña del vivir de manera lenta. Después de haber visto desde lo alto, volvemos a terreno nivelado de lo actual, para seguir viviendo lo que nos resta. En ocasiones, estas estampas marcadas por los años hacen un numero en nuestras vidas y llegamos a comprender que, aunque deseamos seguir luchando, aunque estemos en la disposición mental y emocional de seguir poniendo huevos en una remota isla rodeada de tiburones, llegara el momento en que el corazón dicta su tiempo. Llegará ese momento donde entenderás como te sientes, observando tristemente, lo lejos que esta el agua. Entenderás que lamentablemente, habrá batallas que no podrás ganar.

No hay fin para la disposición del poder de Dios en relación con el espíritu humano. No hay travesía que parezca imposible. No hay misión que no sea incumplible. Pero si existe una predisposición a entender que el tiempo del fin de nuestro viaje eventualmente llegará, y que el enfrentar ese nuevo y desconocido horizonte nos traerá un poco de incertidumbre y de miedo. Trataremos de seguir arrastrándonos hacia la vida como estas tortugas, pero es posible que no completemos ese viaje. Porque cuando se trata de disposiciones, lo único que vence la determinación de un deseo, el anhelo de un sueño, y la realización de una meta es cuando todos estos elementos con los que has luchado toda tu vida persisten, pero no así tu cuerpo. Es cuando de repente deseas moverte y no puedes, deseas seguir infructuosamente. Es precisamente ahí donde te das cuenta de que el deseo de pelear sucumbe cuando, no importa lo mucho que intentes, y bajo los elementos a tu alrededor se te van en contra, el corazón simplemente se rinde.

 

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